Vuela, mi triste mañana,
tan alto que no te sienta,
ya no quiero poder verte,
muy lejos, que no te huela.
Marcha ya, mi sol del Este,
busca una nueva ribera,
alumbra con tus faroles
a quien sea que te quiera.
Y, en general, a los hombres
que pueblan en esta tierra,
distráelos de la noche
que ellos tan poco aprovechan.
Roba para mí la luna,
siempre mi fiel consejera,
mi compañera de insomnios,
mi luz, mi guía, mi escuela;
no es bien de todos, seguro,
por ella no se interesan.
Cada noche, firmemente,
la luna paciente espera
que, uno solo de los hombres
despierte a velar con ella,
a que le cuente pasiones,
amores, incluso guerras;
pero están todos durmiendo
y, al verte a ti, ni se acuerdan.
Vete, pues te lo suplico,
sal ya de mi luz eterna,
sin olvidar mi favor
de dar luz a mis tinieblas.
Que yo buscaré otros campos,
partiré de ésta galera,
haré mi propio velero
con la luna por bandera,
conquistando nuevos mundos,
cruzando nuevas fronteras.
Y encontraré ese jardín,
inspiración de poetas,
en el que, placidamente
quieto, esperaré mi vuelta.
Porque tornaré, seguro,
juro que vendré por ella,
contra todo pronóstico,
contra leyes de esta tierra
el día que, si Dios quiere,
eche en falta mi bandera.
Ese día será faro
para guiar a mi bella,
hasta mi barco velero,
rompiendo así sus cadenas.
Y tú te quedarás sola
iluminando la arena,
resplandeciendo paisajes,
dándole luz a mi aldea.
Mas, sabes, por ti lo siento,
ya no alumbrarás a Eva.